I
Nos comiámos la clase de Matemáticas,
no entendíamos cómo se puede despejar
una incógnita cuando la vida pasaba tan rápido,
no éramos capaces de entender la edad
de los calendarios ni como una manzana
pudo deteminar toda una Ley.
Bajábamos las escaleras de dos en dos,
volábamos con los brazos abiertos,
huyendo del olor a tiza, esquivando los futuros,
los imperfectos y pluscuamperfectos,
de las horas encorsetadas y del ordeno y mando.
Nuestra revolución era simple y verdadera:
queríamos pisar la arena del mar -en el mapa
tan solo estaba a un palmo- bebernos el horizonte.
y mimetizarnos con la arena haciendo el amor,
como habíamos visto en la peli El Lago Azul,
ser como Brooke Shields y Christopher Atkins,
gigantes en una isla desierta.
En cualquier banco, fabricábamos barcos de papel,
que ponían rumbo a cualquier alcantarilla,
esa misma que engullía la vida y los billetes de bus.
Queríamos estar seguros de poder fabricar
el mejor de los barcos de papel. A cada barco
le poníamos nombre, Libertad, como esa canción
que sonaba en el auto de nuestros padres
o el Whydah Gally en honor al Pirata Negro Sam
que veíamos en los cómics y que amasó
una gran fortuna robando a esos buenos que
nunca quisimos ser, o aquel al que bautizamos
con nuestras iniciales y alas, el más veloz
y sin más armas que nuestras ganas de huir.
Así día a día, de febrero en febrero, de puerto en puerto.
Todos los barcos de papel acababan en las fauces
de las alcantarillas con todos nuestros sueños.
El monstruo de tres cabezas del tutor de clase
llamó a nuestros padres.
Nuestro barco no tuvo nombre ni cartas naúticas.
Naufragó antes de zarpar.
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